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Recuerdo de aquel vino.
En mis mano; el peso, las sinuosidades, su temperatura; es un todo de adoración que me predispone a sentir.
El estaño de la cápsula, fino y elegante, se despega para exponer al verdadero guardián, el corcho; que después de mostrarse recio ante la espiral del aguijón, se desliza suave, sin murmullo, y sin alharacas para demostrar su cumplida misión al evitar la injerencia del oxigeno y las garras del moho y la humedad en su preciada alhaja.
El recorrido hasta el fondo de la copa, para expandirse por el cristal, me agudiza el oído y prepara los demás sentidos antes de entregarme. Al inclinarlo encuentro el brillo en los colores violetas. Empiezo a sentirte a mi lado. El color de tus labios.
Lo aireo. Aspiro los aromas florales del bosque, y la madera. Recuerdo tus palabras: «quédate con ese olor...».
Y es al llevármelo a la boca cuando el cuerpo del vino me recuerda que fue contigo con quien me quedé.
©Pablo Grandes del Río.
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